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Masaniello y las revueltas napolitanas


Masaniello y la revuelta de Nápoles de 1647–1648

 

Uno de los principales conflictos que tuvo que afrontar la Monarquía en su difícil situación de mediados del convulso siglo XVII, fue la revuelta de Nápoles de 1647–1648.

 

El lugar de Nápoles en la Monarquía Hispánica

La revuelta napolitana de 1647 se encuadra dentro de un contexto de crisis generalizada en la Monarquía Hispánica de Felipe IV, enfrascada además en el conflicto internacional de la Guerra de los Treinta Años (1618–1648), a punto de finalizar en el momento en que estalla la rebelión en el virreinato meridional italiano. Sin embargo, como se verá a continuación, la guerra entre Francia y la Monarquía Hispánica, que afectará directamente  a la revuelta napolitana, se extendió hasta 1659.

La rebelión de Cataluña en la primavera de 1640, seguida por la secesión de Portugal en diciembre del mismo año, sería seguida pocos meses después por una frustrada conspiración que podía haber instalado al duque de Medina-Sidonia en el trono de una Andalucía independiente. A esta desestabilización general se suman disturbios a nivel local como el mal organizado complot del duque de Híjar en Aragón o los motines populares en el sur.

Nápoles era la mayor ciudad de la Monarquía Hispánica y la segunda urbe más poblada de Europa, solo por detrás de París (290.000-340.000 habitantes aproximadamente a mediados del siglo XVII). Un gran mercado y puerto que se abastecía a sí mismo, almacenaba mercadurías que se movían por todo el Mediterráneo y ocupaba un lugar privilegiado en las rutas comerciales. Además, era centro de una importante producción intelectual como sede de una de las principales universidades italianas. Tenía el mayor número de impresores de libros, una escuela de derecho en la que se formaban gran cantidad de juristas y numerosas academias.

A diferencia del vecino virreinato siciliano en que existía una dualidad Palermo–Messina, Nápoles no tenía otra ciudad que la hiciera sombra en su entorno. De hecho, ya en el siglo XVI, el distanciamiento entre Nápoles y sus provincias se convierte en un emblema del Mezzogiorno [el sur de Italia]. En este siglo, la ciudad vivió una importante transformación urbanística y una inusitada explosión demográfica, que dio como resultado una sociedad multiétnica, en el centro mismo del Mediterráneo. Durante los primeros siglos de la Edad Moderna, Nápoles era el bastión y la frontera de la Cristiandad contra la amenaza otomana. Era, además, receptora de una notable parte de los medios financieros con los cuales contaban los soberanos hispánicos.

Pero a pesar de las riquezas que daban fama al reino napolitano, la ciudad era también famosa por «la presencia de una plebe miserable, sobre cuyas condiciones todos los testimonios que se pueden recoger concuerdan, y todos concluyen constatando una extrema miseria, el temor perpetuo a la sublevación y a los saqueos.

La ciudad de Nápoles se consolidará entonces como instrumento fundamental de la Monarquía, una urbe que triunfó sobre el feudalismo e implantó en el Mezzogiorno un nuevo tipo de «estatalidad». Por su función como enclave comercial y económico, es el único gran puerto del reino, y por ello, su plaza mercantil y financiera. Es, además, un punto fundamental en el entramado militar y estratégico para la defensa de la Monarquía. Finalmente se destaca como espacio privilegiado donde, a través del arte y la cultura barroca, reflejar la concepción teórica global de un Imperio. Tiene, además, por su carácter de capital, una función intelectual y moral determinante respecto al resto de los ámbitos del reino.

 

 Antecedentes y situación previa durante el siglo XVI

Ya en época de Felipe II, la ciudad de Nápoles había protagonizado una insurrección ocurrida en 1585, cuando una turba linchó y asesinó al «electo del popolo» Giovanni Vincenzo Starace por la subida del precio del pan debido a que la adversa coyuntura agraria imponía a todo el territorio meridional momentos de gran dificultad. La nobleza lograría contener la revuelta pero durante la misma centuria se sucedieron numerosos tumultos similares cuando, por ejemplo, se intentaban cambiar las reglas del juego, modificando o restringiendo los mecanismos de acceso a los cargos de gobierno o al consejo de la ciudad. También fueron recurrentes los conflictos dentro de la propia aristocracia, dividida en redes familiares y clientelares rivales. Podría destacarse el surgido en 1558, cuando se intentó integrar en los seggi o escaños a nuevas familias.

Y por supuesto, no faltarán las tensiones callejeras por la subida de las gabelas, crisis de abastecimiento y subsistencia, subidas del precio del pan…todos ellos eventos de clara lucha social y protesta política, tanto en la ciudad como en el campo. El temor de gobernantes y nobles favoreció, desde finales del siglo XVI, la consolidación de un acuerdo tácito entre nobleza y Corona.

Ya en estas protestas aparecieron reivindicaciones de juristas y letrados para contrarrestar el predominio de la aristocracia tradicional, dentro de unas nuevas tendencias reformistas que aparecieron en el mundo urbano italiano. Además, según el historiador Rosario Villari a finales del siglo XVI apareció en el agro campano un sentimiento de desapego hacia la nobleza tradicional y se desvaneció la dependencia psicológica e ideológica de las clases señoriales, escenificado en la aparición del bandidaje como respuesta a la cada vez mayor presión nobiliaria.

 Este bandidaje dio lugar a principios del siglo XVII a un constante conflicto civil, que era en parte expresión de los conflictos entre los barones, pero, también reflejo de las demandas de justicia social y de una distribución más equitativa de la riqueza, hondamente sentidas por los campesinos.

Los deseos reformistas calaron en autores de principios del siglo XVII como Summonte o Imperato. Sin embargo, las pretendidas reformas no fructificarán en los años 20 durante el virreinato del duque de Osuna. Volviendo a la crítica situación de la Monarquía a mediados del siglo XVII, el hecho de que estos conflictos se produjeran en la periferia peninsular y no en Madrid, evitó el hundimiento total de la Monarquía de los Austrias españoles, que también experimentarán cambios en el seno del gobierno, como la caída en desgracia del conde-duque de Olivares y su sustitución por don Luis de Haro en 1643.

En Nápoles y, también análogamente en Sicilia, se dieron las condiciones típicas de las sociedades de la Edad Moderna para que estallaran revueltas: la presión de la población sobre los recursos alimenticios y la amenaza permanente de una mala cosecha, y de la muerte por hambre. Un aumento de los impuestos y del precio del pan, base alimenticia de la inmensa mayoría de las gentes, podía hacer saltar la chispa de la rebelión.

El gran esfuerzo político y militar que supuso la Guerra de los Treinta Años explica también en parte el inicio de la revuelta, así como de la siciliana de 1648: la política del conde-duque de Olivares, quien, ante el agotamiento evidente de la Corona de Castilla y las dificultades para incrementar la contribución de los otros reinos de la Península Ibérica, desvió hacia Nápoles y Sicilia el peso de la guerra, provocando o intensificando una serie de procesos que llevarían a los levantamientos.

Estos esfuerzos, especialmente duros entre los años más crudos de la guerra europea (entre 1636 y 1647) y de los levantamientos peninsulares, dieron como resultado un importante crecimiento de la deuda pública y de la presión fiscal, lo que provocó la pérdida de autoridad de la monarquía.

El descontento de los napolitanos se vio influido por la difícil situación de la Monarquía Hispánica en varios frentes: la circulación de informaciones sobre la situación internacional y sobre la grave crisis en la que se encontraba la monarquía española, contribuyó en gran manera en Nápoles a la desvalorización del concepto tradicional de fidelidad que en último periodo de la revolución fue sustituido por un programa de independencia en forma de república.

Esta debilidad institucional provocaba la ausencia en estos territorios de un espíritu comunitario a escala nacional, esto es, del conjunto del reino o principado. La guerra y sus consecuencias también provocaron una grave crisis financiera que ya en 1636 llevó a la región a unos niveles de endeudamiento insostenibles. Entre otras consecuencias, la depresión condujo al caos administrativo y a la asunción de la nobleza de la justicia y del sistema tributario, lo que dejó indefensos a los campesinos ante la aristocracia local y puso en evidencia a una Corona que al mismo tiempo se vio atacada por los propios nobles. Como resultado, las clases populares se fueron inclinando hacia posturas de revuelta. A pesar de este proceso de refeudalización del campo no se produjeron posturas independentistas entre los aristócratas, que únicamente perseguían un mayor poder entre sus vasallos.

El enriquecimiento de algunos sectores sociales unido al empobrecimiento de otros, la inflación galopante que afectó sobre todo a los géneros comestibles, perjudicando en consecuencia a los grupos más pobres de la sociedad fue fermentado a la masa.

 

 Nápoles alzado: el estallido de la revuelta

En enero de 1647 la implantación por el virrey Rodrigo Ponce de León, IV duque de Arcos, de una gabella, es decir, un impuesto sobre el consumo, que afectaba a la fruta, las aceitunas y las legumbres, enfureció a los napolitanos, ya que no solo se añadía a los tributos ya existentes, sino que además había sido abolido hacía tres décadas por el virrey Pedro Téllez de Girón, duque de Osuna. Para garantizar el cumplimiento de edictos como este, los oficiales tomaron el control del mercado de la fruta, provocando el odio popular. Se penaría con cárcel la introducción de fruta en el mercado sin pagar el impuesto.

Los protagonistas de la rebelión no solo fueron las clases más afectadas por las nuevas gabelas, sino también aquellas marginadas y periféricas respecto a los focos de poder.

En mayo, el pueblo de Palermo también se alzó, en este caso por la reducción del peso del pan. Consiguió la supresión de cinco gabelas que gravaban el precio de los alimentos y la constitución de un nuevo Parlamento, provocando que aumentara aún más el enfado de los napolitanos. Ambas revueltas guardan relación, aunque más que colaboración podríamos hablar de influencias mutuas y contactos entre los focos napolitano y siciliano.

Aparecerán protestas contra el virrey en los muros de los barrios populares de la capital y en las calles próximas al mercado. Los rumores de un nuevo impuesto sobre productos de primera necesidad, en este caso, el vino, hicieron estallar la revuelta, apareciendo en escena el gran protagonista y figura icónica de la rebelión napolitana, el joven pescadero Tommaso Aniello d’Amalfi, más conocido como Masaniello.

 

“Los diez días de Masaniello”: la importancia de la Iglesia del Carmine

El foco de la  revuelta està relacionado con la iglesia del Carmine, situada en la Piazza del Mercato. Este templo será escenario de, por ejemplo, uno de los primeros pasos de la rebelión: el ataque a la oficina de impuestos el 6 de junio de 1647, pocos días después de que se iniciara la revuelta palermitana. El miedo a nuevos disturbios hizo que el arzobispo cancelara la fiesta de San Juan Bautista a finales de mes que se iba a celebrar en dicha plaza.

De hecho, en el mes de julio se tenían que celebrar otras dos grandes celebraciones en la plaza del mercado: la de Santa María de la Gracia el día 7 y la de Santa María del Carmen el 16, días que tendrán gran importancia en la revuelta napolitana. El propio Masaniello residía en esa plaza y aprovechará la fiesta de la Virgen para dar el pistoletazo de salida a la rebelión, que comenzó por quemar la oficina de impuestos y sus archivos, disturbios por la distribución de alimentos, ataques al almacén de grano.. Será también en la iglesia del Carmine de Piazza del Mercato donde el príncipe de Bisignano, con fama de ser amigo del pueblo, pedirá a la multitud que se tranquilizara con un crucifijo en la mano. Las autoridades todavía no eran conscientes de la magnitud que tomarían los disturbios.

La revuelta será protagonizada en primer lugar por los lazzari (los habitantes más pobres de Nápoles). Se extendió rápidamente por toda la ciudad y aparecieron varios grupos de jóvenes armados con piedras y bastones. Las milicias populares ya se habían formado con anterioridad, extendiéndose rápidamente los tumultos a las provincias, donde tomarán un cariz antifeudal. Estas milicias estaban formadas por respetables artesanos y tenderos. Los rebeldes gritaban “Muerte al mal gobierno”, ya que en un principio no era el rey su objetivo y pedían su protección. También dirigían sus protestas contra los nobles que habían apoyado la subida de impuestos y se habían visto favorecidos por esta. De hecho, seis palacios fueron objeto de saqueo por los rebeldes, todos pertenecientes a personas vinculadas con la administración virreinal.

La multitud llegó a asaltar las casas de la nobleza de seggio (financieros, representantes del pueblo en el Parlamento, panaderos, miembros de la administración), a liberar presos y hasta a poner bajo asedio la residencia del virrey, que consiguió huir y refugiarse en la fortaleza de época angevina de Castelnuovo, en el puerto de la capital.

Tras los primeros días, los rebeldes se organizaron y la facción intelectual elaborará los llamados “Capítulos de Julio”. El antifiscalismo y las ambiciones de ampliar el poder popular serán sus puntos básicos, pero siempre proclamando su lealtad a la Corona.

Masaniello representará el triunfo del Pueblo sobre sus explotadores, los nobles, al ser nombrado por el virrey Capitán General; y la vuelta a la alianza tradicional entre la Corona y el pueblo. Al mismo tiempo, los napolitanos estaban convencidos de que Dios y la Virgen del Carmen estaban de su lado. El propio Masaniello, al proclamar sus intenciones, llevaba consigo una imagen suya y los rebeldes llegaron a acuñar monedas con el rostro de San Genaro, patrón de la ciudad. El santo se habría aparecido a un centenar de testigos en la iglesia del Carmine portando una espada para defender a su pueblo.

Por otro lado, las milicias se fueron organizando cada vez mejor. Fueron incluyendo a mujeres que marchaban con sus propias capitanas y sargentas e iban, por supuesto, armadas. El embajador genovés llegó a decir que fueron mujeres las que quemaron el Monte de Piedad de la ciudad.

Era visible la heterogeneidad ideológica y la división dentro de los rebeldes, que estalló nueve días después del inicio de la insurrección. Se produjo una primera intentona de asesinato a Masaniello. Los presuntos responsables de esta conspiración acabaron siendo víctimas de la justicia popular y sus cuerpos fueron vejados por la multitud y por el propio Masaniello.

El líder salió incluso reforzado del fallido atentado y su figura tomó un carácter cuasi sagrado todavía en vida. El propio virrey llegó a llamarle “hijo mío” y a regalarle un caballo para congraciarse con sus seguidores.

 

Divisiones internas y muerte del líder

Políticamente, Masaniello se convirtió en la cabeza visible de una línea política, representada por Giuli) Genoino, que aspiraba a reformar el gobierno de la ciudad y del reino, y que contaba con el apoyo del arzobispo de Nápoles, el cardenal Filomarino. Pero Masaniello no era un simple instrumento en manos de éstos, sino que a través suyo se expresaban sectores sociales que habitualmente no tenían acceso a la vida pública. Era la voz de los excluidos, razón por la cual la decisión de eliminarle surgió de entre los dirigentes del campo popular que reflejaban los intereses de las capas negras y sectores más elevados del pueblo, preocupados por una revuelta que cada vez controlaban menos.

El objetivo de Genoino no era la revolución, «sino la restauración del orden constitucional en clave antinobiliar con la equiparación entre escaños nobles y el único escaño popular en el gobierno de la ciudad de Nápoles, y antifiscal (contra las nuevas, odiosas gabelas, no contrala fiscalía en cuanto tal)» (Anatra, 1991, 148). El anciano Genoino, intelectual y jurista, era conocido por el estudio y la defensa de los derechos del pueblo, a lo que dedicó su vida.

Finalmente, el 16 de julio, una conjura asesinará al líder Masaniello, como no podía ser de otra manera, en el Carmine. Las clases altas justificaron el atentado por sus planes de construirse un palacio en la Piazza del Mercato, por su presunta locura y porque había realizado prédicas heréticas en dicha iglesia. Según Francesco Benigno, la muerte del joven líder era necesaria para frenar el ímpetu revolucionario y conseguir el mayor rédito político posible para la facción que le había asesinado, en la que se encontraba Genoino, arrestado poco después por las autoridades y deportado primero a Cerdeña y después a Málaga, a donde fue enviado para ser juzgado.

«Tras la muerte (de Masaniello), sin embargo, se produjo su sacralización, que reflejaba la necesidad de identificación y legitimación del pueblo. A partir de entonces, el cabecilla popular asesinado comenzó a significar la fractura revolucionaria. La propia caída de Genoino semanas después, reflejaba el auge de una posición radical liderada por el humilde y analfabeto herrero Gennaro Annese, apoyado por diversos intelectuales. La revolución avanzó así hacia la ruptura de la fidelidad al rey de España, argumentada ideológicamente como la defensa contra la tiranía (fiscalidad excesiva, codicia de ministros y comisarios, opresión, falta de respeto a las convenciones pactadas…)» (Anatra, 1991, 118-119). Como dice John Elliott, Masaniello tuvo más relevancia y fuerza muerto que vivo. Héroe de la revuelta, como Giuseppe d’Alesi, guía de la rebelión palermitana, fue víctima del movimiento al que dio una cara visible y un mártir.

Su funeral estuvo cargado de simbolismo: su cuerpo fue llevado alrededor de la ciudad en triunfo, en medio de vivas a su persona, y enterrado con honores militares. En la creencia popular, regresaría entre los muertos. Había nacido un mito. La particular y pintoresca condición social de Masaniello concitó el interés del público europeo, a lo que se unía su interés en la situación crítica de la Monarquía, como se observa en lo que decía el embajador inglés en Madrid ya en 1641: «Me inclino a pensar que la grandeza de esta Monarquía está próxima a su fin» (Elliott, 1997, 123).

La figura de Annese, que no solo era contrario a España, sino también favorable a la Francia de Mazzarino, emergerá en el mes de agosto de 1647 tras el recrudecimiento de la lucha en la capital, que afectó sobre todo a las capas sociales más bajas. En octubre, después de que los rebeldes proclamaran unos segundos capítulos, en los que reafirmaban sus reivindicaciones de reforma de la burocracia, la justicia…llegó a Nápoles una flota comandada por don Juan José de Austria, hijo natural de Felipe IV.

La llegada de la Armada provocó una nueva división en el seno de los napolitanos, entre unos más moderados, proclives a la mediación, y los radicales de Annese. Aunque ya desde finales de agosto se habían producido combates entre el ejército real y los napolitanos, a partir del 5 de octubre estos crecieron en intensidad, cuando las tropas de don Juan José atacaron las zonas controladas por los insurrectos. A mediados de octubre, estos romperán definitivamente con Felipe IV y pedirán ayuda a Francia, nombrando a Annese Generalísimo. Proclamarán el día 22 la República napolitana.

La proclamación de la República y la ayuda francesa

La actitud del cardenal Giulio Mazzarino, gobernador de Francia durante la minoría de edad de Luis XIV (1643–1661), ante la revuelta napolitana fue la de su utilización para distraer a las tropas españolas de otros focos de conflicto entre ambas Coronas como la frontera pirenaica o Flandes. Sin embargo, la llegada a Nápoles en noviembre del francés Enrique de Lorena, conde de Guisa, para ser la cabeza de esta nueva “Serenísima Real República Napolitana” provocó una feroz disputa por el poder con Annese, que debilitó a la rebelión, incapaz de conseguir el apoyo de la nobleza, otra de las claves de su debilidad

 Llegada de Oñate y el fin de la revuelta

El 24 de enero de 1648 don Juan de Austria fue nombrado virrey en sustitución del duque de Arcos y estableció diversas negociaciones con dirigentes y personajes importantes de la República, pero en realidad, su nombramiento no fue sino el prólogo para el inmediato envío de un nuevo virrey, el hábil Iñigo Vélez de Guevara, conde de Oñate, que llegaba a Nápoles a comienzos de marzo.

El nuevo alter ego de Felipe IV contó con nuevos recursos financieros, consolidó la relación feudalización – administración de las provincias y a través de sus contactos llevó a cabo la estrategia del divide y vencerás para debilitar a la República. De hecho, desde hacía meses, era la nobleza la represora de los tumultos en las provincias. Finalmente, en la madrugada del 5 al 6 de abril de 1648, las tropas españolas reconquistaron la ciudad y, posteriormente, el resto de provincias. Llevará a cabo en los meses siguientes una política que combinaba la represión y la indulgencia, perdonando los más débiles.

Por lo que respecta a Annese, tras capitular (junio de 1649) en el asediado Torreón napolitano del Carmine, fue encarcelado y meses después ejecutado en Castelnuovo.

En agosto de 1648, Mazzarino mandó una nueva expedición francesa con el príncipe Tomás de Saboya-Carignano como líder. Será derrotado en la batalla de Orbetello, cuando su flota intentaba tomar Nápoles por vía marítima. También se llevó a cabo por las tropas españolas la rendición de los franceses. Bajo una formidable Armada al mando de don Juan José de Austria, ahora virrey de Sicilia, se consiguió la capitulación de uno de los últimos baluartes franceses (Porto Longone, isla de Elba), en julio de 1650. Esta victoria supuso el apogeo del conde de Oñate y reforzó el prestigio del ejército de los Austrias en Italia y Europa. Por otra parte, tras la rendición de Porto Longone, el hijo de Felipe IV regresó a Sicilia para entrar triunfalmente en Palermo. La rebelión en la isla había acabado en julio de 1648. Como en Nápoles, en la isla se alternó la represión con la magnanimidad, en este caso por el virrey interino el cardenal Teodoro Trivulcio.

 

Nápoles después de la revuelta

Tras haber reprimido la revuelta, el conde de Oñate tratará de imponerse a los nobles y ganar terreno en detrimento de los órganos del virreinato. Esto generará más conflictos con los órganos autóctonos por cuestiones jurisdiccionales. Llevará a cabo una política absolutista para consolidar el régimen hispánico en Nápoles e incluso llegará a celebrar anualmente la recuperación de Nápoles a partir del 6 de abril de 1649. Sin embargo, al mismo tiempo seguirá favoreciendo a la aristocracia y provocará el descontento de las instituciones civiles. Para contrarrestar el abuso de la nobleza de seggio en sus años de gobierno (1648–1653) legislará para intentar controlar los organismos autónomos, aunque nunca se enfrentó directamente a los poderes autóctonos.

A pesar de la represión, los ecos de Masaniello y de la revuelta resonaban aún en 1658, cuando llegó a Nápoles un nuevo virrey, el conde de Peñaranda (Gaspar de Guzmán y Bracamonte). Pese a todo, en la segunda mitad del siglo XVII se sucedieron los virreyes y gobernadores de notable entidad política e intelectual, cuya gestión contribuyó decisivamente a conservar la integridad de la Monarquía en Italia.

 

Peste y éxodo rural

A nivel social, después de la revuelta Nápoles sufrirá una importante peste en 1656 y afectará duramente a la ciudad, en un momento en que su población había superado los 300. 000 habitantes y mantendrá la segunda posición europea demográficamente durante todo el siglo. «El éxodo rural de la población del Mezzogiorno hacia la capital en busca principalmente de trabajo y el traslado de la nobleza de sus posesiones feudales hacia la Corte, donde estar cerca del poder para intentar participar de él, son las causas principales de esta situación demográfica.

En consecuencia, el desarrollo poblacional de la capital virreinal provocará una frenética actividad constructiva, desde los grandes palacios nobiliarios a las débiles construcciones de las clases bajas, por lo que comienzan a aparecer problemas de infraestructura urbana.

 

Conclusiones

Para la historiografía napolitana tradicional, la revuelta ha servido de cauce para denunciar el dominio hispánico y ensalzar el talante libertario y autónomo del pueblo napolitano, como una especie de guerra de liberación

Los napolitanos dejaron de sentir fidelidad al rey (en un principio cantaban vivas hacia Felipe IV) para dirigirla hacia la patria y a las instituciones que los revolucionarios intentaron construir.

Los ecos de este acto liberador llegan hasta nuestros dìas.

 

(Adaptaciòn del trabajo publicado por Alejandro García Gómez)



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