La Mística Invicta
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La cola de la novela


La cola de la novela

 Se formó una larga cola para entrar a la novela. Desde temprano, familias se acercaron con intención curiosa. Un vecino aprovechó para vender choclos calentitos con mayonesa en un carro con dos ruedas. A los niños los entretenían con gatitos bebé que exploraban el mundo. Se hizo de noche y varios personajes, cansados, se retiraron a sus pequeñas casas, los vascios, si bien existe siempre la costumbre de estar retozando en la calle. Luego de tanta acción, había alguno cansado, debemos admitirlo. Los vicolos quedaron desiertos. Entonces sigo yo:

 

Para q’ te cuento

Me asomo por donde puedo. Hago un aujero y me asomo. Con el rasgar de cada letra filtro por la hendidura diseñándome punto de fuga. Pero la cuestión es que estoy acá y no puedo salir. Preso en mi ciudad: Napoli. El mejor cuento.

En veintidós días de otoño, el cielo se viste de gris y el sol se manda a guardar.

El clima es misterioso, de preocupación.

Bajó mucho la temperatura y llueve.

No sé bien por qué, pero hubo una retahíla de campanas. Fue un sacudón, despertar, tomar el cuaderno y reflexionar becketianamente sobre el cuento que vivo…que para qué te cuento.

Las palomas desorientadas huyeron por detrás de la Chiesa dei Miracoli. Voces de bronce. El viento arremolina la basura. También sacude una chapa. Tres semanas que terminó el verano y ya hace un frio de cagarse.

El miedo fagocita la algarabía.

Una sirena de ambulancia que siempre me recuerda a las películas de Belmondo. Bell Mondo.

Me asomo por la ventana y dos nenes juegan con un paraguas rojo. Chapotean en los adoquines.

Si cuento el cuento, es porque es un cuento peregrino. Tanto embromar con García Márquez para terminar engrosando, como un logi, su lista de personajes sudacas que misteriosamente siempre se pierden en alguna ciudad de la vieja Europa.

Las medidas del gobierno son contradictorias. Oscilan las restricciones. Ya nadie sabe a qué hora pasa el 140 que va a Santa Lucía.

El sindaco y el gobernador discuten. Los diarios twittean y retwittean medidas.

Cuando cierre el cuaderno y siga leyendo al comisario Ricciardi mientras esos gotones helados revientan contra el vidrio, anularé la comunicación y me someteré al hechizo una vez más.

 

 

Cóncavo

Que no se te suba la fisura a la terraza.

Construcciones viejas, techos peligrosos. Se ve todo. Por eso me vengo aquí, a la colina de Pizzofalcone y, desde el Monte di Dio, reflexiono. Sueno el sueño de Parténope.

Frantumaglia es palabra del dialecto napolitano. La utiliza Elena Ferrante.

Frantumaglia es el vínculo de nuestro cuerpo con el mundo de los muertos, con los que nos han precedido o están junto a nosotros, con los no nacidos que nos seguirán.

Es la multitud de los otros y otras que enreda e implica múltiples identidades y que intentamos siempre desentrañar, a veces, sin saberlo.

Frantumaglia. No sé por qué pienso en facturas. En una factura: la factura que está hecha por las medialunas, vigilantes, cañoncitos, bolas de fraile y tortitas negras de ayer.

Invento de algún panadero canalla.

A esa masa hecha con restos disueltos en alguna especie de esencia de vainilla, se le adorna con chocolate y rellena con dulce de leche. Esto la convierte en factura deseable, tentación aparente.

Para algunos, también es la más rica.

Me hago un bollo de sobras, entonces, me amaso un personaje que tuneado parece apetecible.

O me reflejo esperpento en el clásico espejo, una farsa de segunda mano.

Zozobro. Hesito. Salgo de escena. Me pido un café al tavolo. Me come el personaje.

 

Gitana

Me lo dijo una zíngara, me lo dijo con fervor. Quedate en Italia. No corras tras los vuelos “humanitarios” que ofrece la cancillería.

Una gitana hermosa tiró las cartas. Dijo que se venía el descontrol.

Hay manifestación esta mañana de otoño primaveral, de sol y pajaritos. Del corrillo de las hojas que se amontonan en la esquina, tal vez copiando biológicamente esos grupetes que se juntan en muchos rincones del barrio, toman birra, juegan a la escoba, charlan de futbol.

Es un bello día. Me levanté medio raro. Temprano. Como afiebrado. Diría que tengo un televisor encendido en la cabeza, que aún no sintoniza ningún canal. Desdoblado a una segunda conciencia.

Los globoculares parecen rígidos. No puedo moverlos sin cierto dolor o malestar. Parece anulada esa polifocalización que quizás sea una condena. Una sola mirada entonces. Sin radiografías espirituales, éticas, sociales, ideológicas. Sin el “si pudiera como ayer/querer sin presentir”.

Una subjetividad unívoca.

 

Coda

El jueves por la tarde mandé a hacer stickers, luego de averiguar y llamar a varios contactos, a una gráfica sobre Mezzacanone. Cincuenta calcomanías de la tapa de La mística invicta. 10 x 10. Para disparar un poco la difusión.

También ese día tuve contacto con una dependencia gubernamental: debía saber qué sucedería en caso de una nueva pandemia.

El hipercontrol avanzaría sobre terreno yermo. La idea me angustió y bajó las defensas.

El viernes madrugué con dolores y me desayuné con el mensaje gitano.

El Sábado mate, ducha, faso, grapa. Salgo igual. Casi avergonzado de aflojar, me propongo embestir taurinamente la jornada.

Luego caigo en la cuenta de que al repartir varios stickers, manoseados, acomodados para fotografiarlos, guardados en un sobre, después, pude haber propagado la peste.

A Ciro no lo crucé, sí a Urso. Pasé por la casa de la signora Cora, le di uno a Mario, otro a Enzo y al guagliù de la moto, que lo pegó enseguida. Fui a ver a los polacos. Francesco de Sepe, la enoteca que no estaba. Sí Rino. A uno de Mercato, Gaetano, le obsequié un par, en representación de los legendarios muchachos de Massaniello y hasta le encargué saludos si se cruzaba al Munaciello en Vasto.

Tengo la sensación que lo que escribo con la mano, lo borro con el codo.

 

 

 



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